EL REVENTÓN

 

Cuando el doctor Salcedo sintió el tirón hacia la derecha, supo que no se trataba de un simple reventón...

Había llegado a Banderaló dos décadas atrás, con el diploma de médico clínico oliendo a tinta fresca, prolijamente guardado en su única maleta de fieltro azul, la que hacía juego con su gastado gabán de paño. Cuando el tren se detuvo en la pequeña estación, escuchó los acordes desafinados de una marcha militar; se asomó por la ventanilla y vio a una multitud que esperaba expectante y en respetuoso silencio la bajada del ilustre visitante. No podía creer lo que estaba pasando: el pueblo, con el intendente a la cabeza, había ido a recibirlo; el comisario, ataviado con uniforme de gala estaba a su derecha, y a su izquierda, portando un gran crucifijo y Biblia en mano, el cura párroco. Los tres se desprendieron del grupo y se acercaron a la escalinata del vagón de "tercera clase". Al joven médico le temblaron las piernas; casi se cae al bajar, y terminó siendo sostenido por la mano férrea del comisario y el abrazo interesado del intendente, quien a la vista de todos, dejaba aclarado que si el pueblo tenía un médico estable por primera vez en su historia, se lo debían exclusivamente a él. El cura lo bendijo y le regaló una virgencita hecha en arcilla por los chicos de tercer grado de la única escuela del lugar. Ese fue el primer encuentro con sus futuros pacientes. Y como un árbol recién plantado, echó raíz y se integró al paisaje con natural armonía.

Le hubiera gustado formar una familia —candidatas no le faltaban—, pero su entrega hacia los enfermos era tal que sólo disponía tiempo para ellos, sin importarle dónde se encontraran, ni bajo qué condiciones sociales. Y su mejor paga era la sonrisa de un paciente restablecido. Como médico rural, pasaba más horas dentro de su auto que en su consultorio. En La Pampa las distancias son grandes y no siempre fáciles de transitar.

...esto era más serio, más grave. "Alguna pieza de la suspensión o quizá de la dirección" —pensó. Y por más que volanteó desesperado hacia la izquierda, no pudo evitar el despiste—. La mala fortuna hizo que el auto pegara de costado contra un montículo de tierra —no más alto que un enano de jardín, pero tan sólido como una montaña de granito— y comenzara a dar tumbos y vueltas...

El "Doctor" Salcedo no llevaba puesto el cinturón de seguridad; jamás lo usaba. Pensaba erróneamente que, dada su forma prudente de manejo, no le cabía ninguna posibilidad de accidentarse.

Dentro del auto, que con cada nuevo tumbo, salto descontrolado y vuelco parecía desintegrarse, el cuerpo del infortunado conductor brincaba en un despatarrado vuelo y se golpeaba gravemente contra la carrocería y los asientos, como si fuera un muñeco de trapo: blando, inerte, sin capacidad de dominar los vaivenes de su cuerpo de marioneta.

...hasta terminar con las ruedas apuntando al cielo, en el fondo de un socavón, uno de los pocos que había en la zona. La tierra faltante seguramente fue destinada al relleno de los caminos vecinales. Tenía unos doce metros de largo por tres de ancho, y una profundidad de más de dos metros. El fondo era hediondo y barroso.

De pronto todo fue calma. Aunque le dolía la cabeza, no había perdido el conocimiento. Se sentía mareado, y le costaba respirar, pero estaba vivo. Y agradeció a Dios por eso. Se tomó unos minutos para recomponerse y estudiar la situación. Lo que descubrió no era agradable: todo estaba dado vuelta. Desde su posición, acostado sobre el tapizado del techo abollado —que ahora era el piso—, veía colgar del piso —que ahora era el techo— los asientos vacíos, el volante deformado, la palanca de cambios doblada hasta formar casi un ángulo recto y la consola rota... sangrante y rota. Ahí comprendió que esos destrozos los había causado él con su cuerpo, y que la sangre le pertenecía. Trató de incorporarse y no logró mover un solo músculo. Sintió temor. Intentó un desesperado grito de auxilio y solo escuchó un ronquido lejano, como si saliera de otra garganta... le costaba respirar.

Su cabeza descansaba sobre el parante divisor de las puertas del lado izquierdo. Desde esa posición, con el mentón apoyado en su pecho, sólo podía distinguir el brazo derecho cruzado sobre el estómago y el pie del mismo lado que apuntaba hacia una dirección imposible, como si le hubieran colocado una bisagra para permitirle doblarlo hacia adentro. "Está quebrado" —pensó—. Trató de recorrer con su mirada el resto de su cuerpo y no pudo ver con claridad en qué condiciones estaban su brazo y pierna izquierdos. No sentía dolor por el pie quebrado ni molestia por la incómoda posición en que había quedado su cuerpo. Del cuello para abajo no sentía absolutamente nada.

Sus conocimientos médicos le hicieron comprender la situación: seguramente tenía la cervical rota, lo que le provocó la parálisis total del cuerpo. Corría varios riesgos inminentes: a) que debido a la parálisis, su diafragma —que funcionaba deficientemente; por eso tenía problemas para respirar— dejara de responder a los impulsos cerebrales y le provocara una muerte por asfixia; b) que su cuerpo perdiera rápidamente calor (hipotermia) y entrara en coma; c) que la quebradura de su pie fuera expuesta y se desangrara rápidamente por la herida. Todas las alternativas eran de tal gravedad que conducían a una muerte segura; no podía descartar ninguna, ni revertir la situación, tampoco mejorarla; sólo debía esperar un milagro: que alguien hubiera escuchado o visto el accidente y acudiera en su ayuda.

Como entre sueños, casi en cámara lenta, Recordó las dos ocasiones en que sufrió la incómoda sensación que produce un inesperado reventón; pero lo más doloroso que quedó grabado en su memoria fue la consecuencia inmediata que sobrevino a cada uno de esos contratiempos: la primera, cuando Aguedito —un peón de la estancia "La querencia"— acusó unos dolores en el vientre que lo doblaron en dos. Sin demora llamaron al "Doctor" Salcedo a través de uno de los canales de radio enlace, muy usado en las zonas rurales. Y salió el "Doctor" con su maletín a cuestas, montado en su caballo de lata —como llamaba a su Falcon futura—, quemando las gastadas gomas. A pocas leguas de la estancia, se cumplió una de las leyes de Murphy —"Si algo malo tiene que suceder, sucederá. Y en el momento menos oportuno"—: reventó la cubierta de la rueda trasera derecha. Sin perder la calma, fue disminuyendo la velocidad hasta dejar el auto detenido a un costado del camino. Rápidamente bajó la rueda de auxilio, el gato y la llave cruz. Cuando intentó quitar las tuercas de la rueda, comprendió lo inútil de la empresa: varias tenían las aristas gastadas, lo que provocaban que la llave cruz girara loca. Como a la hora, fue socorrido por un tractorista que, ante la urgencia, lo llevó a la máxima velocidad que puede desarrollar un tractor —cuarenta kilómetros— hasta el casco de la estancia. Debido a la tardanza, Lo que empezó siendo un simple apéndice inflamado, se convirtió en una peligrosa peritonitis a punto de reventar. El hombre no murió, pero agonizó durante tres días. Lapso que al "Doctor" le parecieron meses, porque a la vista de todos, su prestigio médico estaba en juego.

La segunda vez fue dos años atrás, cuando tuvo que socorrer a una parturienta en los fondos del "Legüel", a siete leguas de la última aguada, casi lindando con el "monte del indio" —un lugar de difícil acceso, aún con caballo entrenado. Esa vez, casi vuelca con el auto, porque la cubierta que reventó fue la de la rueda delantera izquierda. El caucho desbandado la trabó totalmente; resultado: rotura de punta de eje. El Falcon se arrastró herido hacia el centro de la ruta dejando un agónico surco, como si tratara de aferrarse al pavimento para no terminar en los yuyales. Esa vez fue diferente: no esperó que lo socorrieran; cuando al fin pudo llegar —luego de caminar las siete leguas que lo separaban del lugar—, sudoroso y abatido, se encontró con una mujer agonizante sobre un catre despatarrado, tan sucia y andrajosa como el rancho en que vivía. A su lado, su hombre —o lo que quedaba de él— permanecía en silencio, con la vista clavada en el piso de tierra, masticando bronca. Bronca por la impotencia ante lo irreversible; bronca por lo injusto de la vida en esos parajes, bronca por la tardanza del "Doctor". Y las palabras del "Doctor" cuando la revisó: "Voy a tener que hacerle cesárea. El bebé se está ahorcando con el cordón."

"Lo que usted diga", dijo el hombre con resignación y un mínimo de esperanza; porque él sabía que la cosa no venía bien. Lo sabía porque había visto parir cientos de vacas. Y había visto morir otras tantas por malos partos que no supo resolver. Pero su hembra no era una vaca, y el "Doctor", con su guardapolvo blanco, pinzas, jeringas y escalpelos filosos como navaja, no era él.

De pronto, una tos seca y persistente lo trajo a la realidad. Trató de tranquilizarse. Y luego de varias horas de nerviosa quietud, intuyó que el día comenzaba a extinguirse, y con él, su esperanza de salir vivo de aquella situación.

Afuera, el sol recostado en el horizonte comenzaba a teñir de anaranjado los campos cubiertos de alfalfa. Adentro del socavón, en el interior de la cripta helada en que se había convertido su Falcon futura, el único color predominante era el negro profundo. Lentamente se fue quedando dormido.

Despertó a la mañana siguiente, comprobando que milagrosamente seguía vivo. La claridad había retornado al lugar; podía ver con detalles, una de las paredes de tierra: semicubierta por una hierva amarillenta y lánguida, salpicada en partes por grisáceos hongos silvestres.

Afuera, en algún lugar cercano, había una rana. La podía escuchar claramente; su croar era rítmico y constante, como si comprendiera la gravedad de la situación y, convertida en un batracio telegrafista, enviara un patético S.O.S cantado a quien pudiera escucharlo.

"Dios, no permitas que me llegue la mala hora en este agujero." —pensó—. Y casi de inmediato, como si por gracia divina su deseo fuera concedido, escuchó algo o alguien que se deslizaba por una de las paredes de tierra hasta posarse sobre el chasis desnudo de su Falcon futura.

¡Auxilio!, gritó con gran esfuerzo Salcedo. La rana había dejado de croar.

De pronto, alguien que se arroja desde el chasis al piso barroso, y una cabeza que se asoma por el hueco del parabrisas inexistente. ¿Está bien?, pregunta la cabeza.

—¡No!... Ayúdeme, por favor —respondió casi en susurro.

—¿Dotor?... ¿"Dotor Salcedo"? —Preguntó el hombre asombrado.

—Sí... ayuda, por favor... —suplicó a punto de desfallecer.

—¡Jué pucha! Mire lo que son las cosas, aura es usté quien pide ayuda. La Rosa se la pidió; yo se la pedí. Y usté me habló de cesárea, y yo no sabía lo que era cesárea, porque si no, no lo dejaba que le abriera la panza a mi Rosa. Y usté me mandó a calentar agua. Y cuando volví con el agua, usté ya la había abierto. Y yo le dije que ansina no era como se paría; que los críos tienen que salir por abajo, y que si no salen se los ayuda tironeando. Que si el crío sale muerto, no importa, que la Rosa podía parir otros. Y la dejó morir...

Salcedo no podía creer lo que escuchaba. Por un momento creyó que se trataba de una pesadilla; una sucia jugada de su inconsciente que lo martirizaba con un episodio lamentable que le tocó vivir. Él había hecho todo lo humano y médicamente posible para atender con éxito aquella emergencia. La cesárea era el único camino; si no la ejecutaba rápido, el bebe moriría. "¿Cómo iba a saber que era alérgica a la anestesia? ¡Era una emergencia, carajo! ¡En el medio de la nada, y sin más elementos que los contenidos en mi maletín de médico! Solo Dios sabe lo que me costó superar ese drama; solo Él fue testigo de las veces en que estuve a punto de quitarme la vida" —pensó entre lágrimas.

...Y el crío muerto. Muerto igual que la madre. Y usté que me miraba con cara de "yo no fui", como si eso solo bastara. "Yo no fui"... Y si no fue usté, ¿Quién carajo fue? ¿La luz mala?

—¿Sabe una cosa, "dotorcito"? —Continuó el hombre— El hoyo que cavé para la Rosa y el Pancho; porque le puse Pancho, ¿sabe?, era igualito a éste. Y mire lo que son las cosas. A este hoyo también lo hice yo; para alisar el camino de entrada al campo de Tomasito, el tambero...

Salcedo quiso decir algo, pero el peso de su culpa y el agotamiento se lo impidieron.

...Y no los puse separados; al Pancho se lo metí en la panza a la Rosa, para que no lo anduviera estrañando...

El "Doctor Salcedo" escuchó que algo se desgarraba, como si una gran mano arrancara un gran yuyo. Y los desgarrones fueron más fuertes y sostenidos, acompañados de golpes secos, parecidos a piedrazos que golpeaban contra la carrocería.

...Y los juí tapando con tierra, ansí, como lo hago aura, con mis propias manos, llorando como nunca antes había llorado. Pero aura no estoy llorando; ya no me quedan lágrimas pa’ llorar, y menos pa’ llorarlo a usté, "dotorcito". A usté que lo llore otro; el intendente, quizá. Yo nó. Yo lo voy a enterrar en la panza de este montón de lata, pa’ que sienta lo mesmo que mi gurí y mi Rosa...

El "Doctor Salcedo" ya no escuchaba; la tierra apisonada a su alrededor se lo impedía. El frío se hizo más intenso y la oscuridad era absoluta. Sólo escuchaba su propio llanto, apagado, agónico... de alguien que siente escapársele la vida en cada suspiro, en cada lamento... en cada inútil parpadeo.

...que en paz discansen y el Tata-Dios los tenga en la gloria. Y usté, "dotorcito", deje de llorar y ¡vállase a la mierda!


Gustavo Raimondo.

copyright-1998

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