LA ILUSIÓN DE DANTE

A Bioy Casares y Borges (los espejos en que me miro)

Buenos Aires...1960

En aquel invierno, Dante atiborró el interior de su vieja mansión con infinidad de espejos —el término es exagerado, en realidad contabilizaban 1632, lo que no es poco—.

La lectura de un cuento de Jorge Luis Borges: TLÖN, UQBAR, ORBIS TERTIUS le había dado la primera clave que lo ayudaría a capturar a "Clara", la mujer de sus sueños.

En uno de aquellos párrafos Borgianos leyó la frase que provenía de un heresiarca de Uqbar: "Los espejos como la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres". Al adjetivo "abominable" lo consideró inapropiado para su propósito y decidió olvidarlo, pero al verbo "multiplican" lo aceptó, pues ese era el artificio que lo conduciría a su amada.

Necesitaba capturar la imagen de Clara, "su Clara", y multiplicarla infinitamente, llenando todos los rincones de su casa —que era lo mismo que llenar los inhabitados huecos de su corazón—, para que aquella figura sin alma lo acompañara eternamente. La empresa de espejar el interior de aquella mansión fue ardua y por demás fatigosa. La gran cantidad de salas, pasillos y habitaciones que poseía le otorgaban el aspecto de un gran laberinto. Utilizó gran parte de su fortuna personal para la compra de los mejores cristales. Debió recurrir a Europa, más precisamente a Inglaterra, pues él consideraba que la calidad de los cristales que allí se fabricaban eran superiores a los de Francia. Cuatro meses tuvo que esperar el envío por ruta marítima y otros dos le llevó el conseguir que un especialista alemán —viajó especialmente a la Argentina con todos los gastos pagos y un cheque que, por su monto, era imposible de rechazar— preparara las plantillas con las medidas exactas para realizar los cortes de aquellos excelentes cristales con la misma precisión de un cirujano cuando ejecuta una delicada operación.

Dante se recluyó en aquella prisión vítrea con el único fin de hacer realidad su fantástica idea.

Desde aquel momento no se lo volvió a ver por los lugares que antes frecuentara; tampoco atendía llamadas telefónicas ni visitas de parientes o amigos. No le importó su nueva condición de misántropo ni la poco variada alimentación con que se nutría (verduras que extraía de una pequeña huerta ubicada en los fondos de su propiedad); sólo perseguía una única misión: capturar y multiplicar la imagen de Clara.

Como prueba inicial colocó en ángulo un gran primer espejo en el portal de entrada con el fin de que cualquier persona que pasara frente a él, debería reflejar una imagen que sería captada y reproducida al segundo espejo, y así en sucesión hasta el último de los 1632 espejos que componían la serie. Luego de unas pocas pruebas realizadas, se percató de lo efímera que resultaba la ilusión óptica que se conseguía por este método. Ni bien aparecía un sujeto caminando por la acera, su imagen era captada por el primer espejo y repetida instantáneamente, pero en el preciso instante en que el sujeto se desplazaba y abandonaba la zona de focalización, todas las imágenes desaparecían bruscamente. Este problema atormentó a Dante durante más de una semana; llegó a pensar que su idea jamás llegaría a concretarse. Una mañana, leyendo "La Invención de Morel" (obra maestra de Bioy Casares), dio con la segunda clave que lo ayudaría a dilucidar el enigma.

Tal como lo había hecho Morel con sus amigos, Dante se propuso filmar a clara y unir los dos extremos del celuloide. No tendría que depender de las mareas para obtener energía, como le ocurrió a Morel —la ausencia de mar o río cercanos tornaba imposible esta idea—. La energía eléctrica que necesitaba para accionar el aparato proyector la obtendría directamente de la central eléctrica, conectando una línea desde el cable domiciliario que llegaba a su mansión hasta el tomacorriente elegido, sorteando, de este modo su medidor de luz; en consecuencia, la proyección sin fin sería vasta y sin interrupciones.

Él también tendría a su "Faustine". La figura de Clara no sería tridimensional como la de Faustine, pero viviría en los espejos por siempre. Él no necesitaba tocarla, sino contemplarla y amarla platónicamente.

Se identificó con aquél perseguido de la justicia (¿Justicia?) que amó a Faustine en la desolada isla de Morel , pues como aquél, solo la sublimación del amor que sentía por Clara lo liberaría del tormento de tener que esperar su propia muerte en soledad.

Luego de efectuar las conexiones eléctricas, preparó una cámara filmadora con suficiente película virgen y la colocó dentro de su habitación, apuntando directamente a su cama.

Un instante de duda lo embargó, llegándose a plantear el siguiente silogismo:

"A la cámara filmadora la fabricó un hombre. El hombre no es perfecto; ergo la cámara no es perfecta."

Este planteo lógico lo indujo a temer que la cámara no captara toda la belleza y perfección de Clara, pero estaba dispuesto a correr el riesgo, ya nada lo detendría. Ignorando aquel nefasto pensamiento, se acostó en su cama y cerró los ojos en procura de un dulce sueño. Clara tendría que aparecer aquella noche como acostumbraba a hacerlo en sus noches soñadas. Dante había perfeccionado a tal extremo su imaginación que, con el paso del tiempo, fue mejorando el aspecto de Clara hasta convertirlo en un ser angelical. Su belleza no era comparable con ninguna otra criatura de este mundo; era perfecta.

A media noche apareció Clara. Sus cabellos dorados brillaban como si fueran bañados por la luz de la luna. Sus ojos parecían dibujados con un pincel celestial y su boca era de un carmesí profundo. Todo su cuerpo estaba cubierto por una túnica de color blanco transparente que dejaba adivinar el suave y perfecto contorno de su hermosa figura. Dante se levantó de su cama y se dirigió a su encuentro. La tomó —como siempre lo hacía— y comenzaron a danzar acompañados por los acordes de una música celestial.

Mientras bailaban, ella le confesó que lo amaba como jamás había amado a hombre alguno. También le reveló que ese nocturno encuentro sería el último, pues ambos estaban unidos por un delgado haz de luz y que dicha luz se extinguiría aquella misma noche.

Dante no comprendió el mensaje, tampoco le prestó mayor importancia, y aunque en otra ocasión le hubiera exigido una aclaración, en esa oportunidad no lo hizo; él sabía que la cámara estaba en pleno proceso de filmación y la imagen de Clara quedaría atrapada por siempre.

Se sentía eufórico y sumamente seguro de su éxito. Aquella noche, despojado de todo prejuicio, bailó como nunca lo había hecho. Clara, en cambio, se mostró ausente, lejana, por momentos inasible; hasta el instante mismo en que desapareció. Dante, como siempre lo hacía toda vez que Clara se iba, volvió a acostarse en su lecho.

A la mañana siguiente, se despertó sumamente agotado; su respiración se tornó entrecortada, y cuando se incorporó de su cama, sus piernas casi no le respondieron. Con gran esfuerzo y trastabillando se acercó a la cámara y comenzó a rebobinar la cinta.

Ya con el celuloide en su poder, procedió a unir sus extremos; cuando al fin lo hizo, se dirigió hacia el primer espejo que iniciaba la serie. Preparó el proyector y lo puso en funcionamiento. De súbito, toda la casa se iluminó. Los 1632 espejos reflejaron la sonámbula figura de un anciano desdentado, lívido al extremo de lo aceptable, con su arrugada piel pegada a su añeja osamenta, que danzaba solo en su espejada habitación.

Aquella figura era a su vez repetida infinitamente a través de los pasillos, salas y las innumerables habitaciones de la gran mansión. Dante se vio invadido por una multitud de "viejos idénticos" que danzaban sin música y sin compañía alguna un baile demencial. En ese instante comprendió que Clara nunca había sido suya totalmente y, lo que es peor, la había perdido definitivamente. Presa de ira comenzó a romper los espejos uno por uno con sus puños. Sus pies descalzos se desangraban en aquel manto de cristales rotos y, aunque sus manos se habían convertido rápidamente en dos masas informes de carne desgarrada y sangrante, siguió arremetiendo contra cada uno de aquellos cristales.

Con opresiva angustia notó que su corazón latía desordenadamente y que su vista se nublaba. Cayó de rodillas y, en el último instante de su solitaria vida recordó con claridad la frase del heresiarca de Uqbar: "Los espejos, como la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres". Esa vez, al adjetivo "abominable" lo consideró apropiado. Un segundo más tarde murió.-


Gustavo Raimondo

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