MÁS ALLÁ DE LAS NUBES
I
Si un mes atrás Oliden hubiera previsto, o al menos sospechado las implicancias, hubiese pasado por alto las reveladoras páginas del libro que acaba de quemar.
Contra toda sugerencia familiar, dejó trunca la carrera de medicina para dedicarse al estudio de fenómenos paranormales. Estuvo seis años buceando entre los vericuetos de las ciencias ocultas (que no son tan ocultas a partir de Oliden), practicando ejercicios de elevación espiritual, concentración sistemática programada, control mental de las funciones orgánicas vitales, asistiendo a simposios y congresos, escuchando a otros y hablando él para otros, valiéndose de los medios televisivos para que su imagen se multiplique en millones de hogares, convirtiéndose en pocos años en una celebridad internacional. Vagando por el mundo, buceando, explorando, indagando, levantando piedras para ver si debajo está lo que buscó desde el primer día en que decidió abandonar la tradicional carrera de medicina: aquella luz verdadera que le indique la única manera posible de despojar (en vida) el alma del cuerpo, el espíritu de la materia, lo etéreo de lo palpable, y una vez logrado ese salto a la dimensión divina, convertirse en piloto de sí mismo, surcando a su arbitrio el espacio, sin leyes físicas que graviten en el derrotero elegido ni leyes humanas que impidan el verdadero vuelo astral.
Su teoría, como es de esperar en estos casos, fue desde un primer momento aceptada y fervorosamente elogiada por sus discípulos, aunque hasta ese momento no hubiera podido demostrarla en términos prácticos; pero para los seguidores de la corriente clásica, como también es de esperar, su teoría carece de todo fundamento científico, por lo que lo han atacado sistemáticamente en cuanto congreso o simposio se organice en cualquier punto del planeta. A estos últimos él los llama: "los trituradores de teorías", o en ocasiones: "inquisidores infames". Y más de una vez los ha desafiado a que le demuestren que el vuelo astral es imposible, que en verdad su teoría es un disparate . "¡A ver, demuéstrenmelo, mentes obtusas y conservadoras!", gritaba a sus detractores apuntándolos con un dedo amenazador, "¡Así les hicieron otros iguales a ustedes a Copérnico y Galileo, y hoy, en nombre de aquellos insensatos del pasado, tenemos que pedirles disculpas frente a sus tumbas!". Estas peleas públicas habían dividido dos corrientes de pensamiento bien marcadas, como si del agua y el aceite se tratara, igual que hace varios siglos atrás cuando aparecieron: Copérnico y su sol estático como centro del sistema planetario y Galileo apoyándolo a riesgo de morir en la hoguera, Colón con su loca idea de la redondez de la tierra, Darwin y su teoría evolutiva, Einstein relativizando lo que todos creían absoluto, Freud y la certeza de que todo trauma presente tiene su inicio en el pasado, etcétera. Oliden no podía distraer horas a su ocupado tiempo para discutir con quienes no querían escuchar, por lo que poco a poco fue cambiando su postura contestataria y se dedicó exclusivamente al desarrollo de su tesis. La hipótesis de trabajo que había ideado consistía en sondear cuanto escrito del pasado o presente anduviera olvidado y perdido en algún anaquel remoto de un no menos remoto país; y la única forma de llevar a cabo esa empresa era aprovechando las invitaciones a congresos para visitar bibliotecas, y librerías de usados allí donde él se encontrara.
La revelación la tuvo en sus manos hace un mes en una oscura librería de usados en Lima, Perú. De no haber sido por el sugerente dibujo de un áurea blanquecino desprendiéndose de algo parecido a un mandala multicolor, lo habría pasado por alto. Pero allí estaba: sobre una desordenada pila de mamotretos gastados y polvorientos. Era un libro mediano de tapas doradas; sobre el dibujo, el título en letras negras anunciaba: "Alma viajera". Al pie figuraba el nombre del autor: "Swami Pranavanda". Ya con el libro en sus manos le quitó el polvo con un fuerte soplido e indagó entre sus páginas un poco más. Por lo que pudo apreciar, se trataba de un ensayo de origen Hindú escrito tres siglos atrás y traducido al español un siglo más tarde por una editorial barcelonesa. Swami Pranavanda contaba que en las afueras de Katmandú había conocido a un viejo maestro que lo reclutó para enseñarle el arte de la máxima elevación espiritual.
A Oliden el corazón le dio un salto, sintió una pelota de béisbol que subía y bajaba dentro de su garganta raspando y asfixiando, y un escalofrío le recorrió la médula con la velocidad de un rayo. «¡Mierda!» —pensó— «Esto es como ganar la lotería con todos los premios».
—Lo llevo —le dijo al vendedor sin preguntarle el precio.
Salió presuroso del lugar y se encaminó al hotel donde se alojaba, a unas pocas cuadras, cruzando la plaza de la república.
Al llegar a su habitación se recostó en la cama y comenzó a leer. Estaba excitado y le costaba conseguir una lectura normal. Leía tan rápido que su mente no podía procesar semejante catarata de palabras. Respiró hondo y trató de contener el aire en los pulmones un buen rato hasta serenarse. Luego continuó leyendo con gran interés hasta pasada la media noche.
"...Al quinto día de ayuno, cuando al fin logramos despojarnos de todo pensamiento impuro y nuestros cuerpos alcanzaron su funcionamiento armónico, mi maestro comprendió que había llegado el momento de ejecutar los ejercicios de elevación."
En este punto del relato, Oliden hizo un alto. Miró su reloj y calculó que había estado leyendo por espacio de siete horas sin interrupción. Iba por la página 120 de un total de 300 y no lo había notado; ni siquiera estaba cansado. Repasó mentalmente lo que había leído hasta el momento y supo que estaba a punto de entrar en el último tramo del camino de esa búsqueda obsesiva que lo separó de sus afectos y lo convirtió casi en un asceta. Por un momento tuvo miedo de seguir; aunque sabía que allí estaba lo que buscaba, no podía prever de qué modo iba a reaccionar. Pensó en Galileo peleándose contra la Iglesia y en Copérnico en el instante previo a la confirmación de su teoría, frente a sus elementos de medición, a punto de asentar el último dato en su hoja de anotaciones que eliminaría para siempre la idea equivocada de que el sol giraba alrededor de la tierra, que para colmo de males, no sólo se trasladaba sino que también giraba sobre su eje. "¡Si muove! ¡La terra, si muove!", gritaba Galileo a un inmóvil tribunal inquisidor. Cuantos años de estudio y de lucha tratando de imponer esa teoría. Y cuántos años más tendrían que pasar para que aceptaran su descubrimiento. Respiró profundamente y cerró el libro. Al rato se durmió.
Al día siguiente desayunó un té. Había comenzado un ayuno igual que el de los monjes. Esa jornada continuó leyendo.
"...Llegado al estado alfa, en donde es posible ver la luz, desatamos la última ligadura: aquella que nos mantiene cautivos, prisioneros de nosotros mismos en nuestro cuerpo material..."
La noche lo había sorprendido. Leía con tal avidez que no sentía el paso de las horas. Cenó un té y continuó con el ayuno. Así estuvo durante los días restantes, hasta llegar a la noche del cuarto día, en que cerró el libro con el señalador en la página 285 y comenzó a hacer las valijas. Ya no se justificaba su presencia en el Perú. Quería volver urgente a la soledad de su departamento en Buenos Aires, terminar la lectura del libro y repetir con exactitud cada uno de los pasos de iniciación seguidos por aquellos maestros del Hinduismo.
Cuando cerró la última valija, dejó abierto el bolso de mano; allí guardaría los elementos de aseo que utilizaría por la mañana al levantarse. Levantó el libro de la mesa de luz y lo depositó con cuidado en el fondo del bolso. Quería tenerlo cerca cuando se trasladara. Era demasiado valioso como para guardarlo en una de las valijas con el riesgo de que el equipaje tomara un rumbo distinto al suyo. Eso le había ocurrido un año atrás en Zurich: él llegó, pero su equipaje se perdió en tránsito vaya a saber uno hacia dónde. Nadie pudo darle una solución. Tuvo que contentarse con aceptar las disculpas de la aerolínea y un cheque por un monto irrisorio como compensación "por la lamentable pérdida y esperamos que siga volando con nuestra compañía".
Llamó a conserjería y pidió que lo despertaran a las seis de la mañana siguiente, que tuvieran lista su cuenta de gastos y que le ordenaran un taxi para que lo pasara a buscar por el hall del hotel a las siete. También solicitó línea directa para comunicarse con la agencia de venta de pasajes aéreos y reservó un lugar en el vuelo 741 de Aeroperú que partía a las ocho y quince sin escalas hacia Buenos Aires.
«Es increíble lo que se puede lograr a través de una línea telefónica», pensó satisfecho. Volvió a recostarse sobre la cama y al rato, sin mucho esfuerzo, se durmió.
Al día siguiente, luego de darse una ducha tibia y afeitarse, bajó a la confitería del hotel y desayunó (sin variar) un té. Sus valijas serían bajadas en cualquier momento a la conserjería. El bolso de mano estaba con él, debido a su prolongado ayuno lo notó más pesado que el día anterior. Revisó por última vez que todos sus documentos estuvieran en orden y se marchó.
Mientras firmaba el cupón de la tarjeta de crédito, el conserje lo miraba como para decirle algo. Esto lo notó Oliden y lo miró arqueando las cejas, un gesto típico para obligar al otro a hablar.
—¿El señor ha disfrutado su estadía?
—Plenamente —contestó Oliden comprendiendo la causa de la pregunta, porque se suponía que estaría alojado hasta fin de mes, y faltaban seis días para eso.
—He disfrutado mucho en su país y su hotel tiene un servicio estupendo, además de ser ustedes unas personas sumamente agradables —aclaró—. El motivo de mi ida repentina se debe a asuntos urgentes que debo resolver en Buenos Aires.
El conserje quedó satisfecho con el elogio y llamó al botones para que llevara su equipaje a la explanada en espera del taxi que no tardaría en llegar "y esperamos que nos visite pronto".
Afuera, el sol limeño iluminaba la mañana con su hirviente manto. Oliden se preguntó si el taxi contaría con equipo de aire acondicionado. Se sentía débil y le dolía un poco la cabeza.
—¡Uf, qué calor! —Dijo el chofer mirándolo por el espejo. El auto avanzaba por la vía costera a gran velocidad. A pesar de tener las cuatro ventanillas abiertas y recibir la brisa del mar, la temperatura que reinaba dentro de la cabina era intolerable.
—Sí, más que en Buenos Aires, se lo aseguro, mucho más —respondió Oliden secándose la frente sudada con un pañuelo descartable.
Roto el hielo, el chofer siguió hablando del tiempo, el tránsito, la carestía de la vida en Perú, quejándose, lamentándose, gesticulando ampulosamente con las manos, y sólo recibía por respuesta un leve sonido que escapaba de los labios de Oliden parecido a un doble mugido corto, que podría tomarse como un gesto aprobatorio. Oliden lamentó hacer aquél comentario. Tenía su mente y todos los sentidos puestos a trabajar en el análisis de lo que había leído y el desarrollo de los pasos a seguir ni bien pisara suelo argentino. El parloteo del chofer le sonaba distante, ininteligible, y cuando se producía un silencio prolongado significaba que esperaba una respuesta, a lo que Oliden contestaba mecánicamente y con los labios cerrados: "Mm... mm" acompañado de un leve movimiento de cabeza de arriba hacia abajo. El chofer, satisfecho, arremetía con una nueva frase, y así consecutivamente.
Al llegar al aeropuerto Oliden suspiró. La pesadilla había terminado. Entró al hall central y el aire frío de los acondicionadores de aire lo reanimó. Fue hasta el mostrador de Líneas aéreas peruanas y presentó su documentación. El reloj de pared, a espaldas de la empleada que lo atendía, indicaba las siete y treinta; tiempo suficiente como para hablar a Buenos Aires y reservar un remis para que lo esperara en el aeropuerto.
Cuarenta y cinco minutos después, con una puntualidad poco común en el aeropuerto peruano, Oliden se elevaba por sobre la cordillera rumbo a Ezeiza. No era un vuelo más; el hecho de estar a un paso de lograr su vuelo astral lo inquietó. Cuando el avión se estabilizó y se apagaron las luces de "abrocharse los cinturones", miró por la ventanilla y sólo vio nubes que parecían formar un gran campo de algodón bajo sus pies. Por los parlantes se escuchó la voz del comandante dando la bienvenida y anunciando que volaban a treinta mil pies (algo más que diez mil metros) y que la temperatura fuera de la cabina era de cincuenta grados bajo cero. Al escuchar eso, Oliden se preguntó si él podría llegar tan alto como el avión, si sentiría frío o vértigo, y a qué velocidad lo haría. «Debo controlar la velocidad, eso es fundamental para poder reingresar a mi cuerpo sin provocar alteraciones funcionales. ¿Podré hacerlo?», pensó. Eran muchas preguntas y ninguna respuesta. Reclinó su asiento, cerró los ojos, controló el ritmo de su respiración hasta llegar a un estado de total relajación y se durmió.
Cuando llegó a Ezeiza se movió con la celeridad que le otorgaba la experiencia de viajar seguido. En pocos minutos estaba viajando en remis hacia la capital. Le tocó en suerte un chofer callado, justo lo que necesitaba para ordenar sus ideas y desacelerarse.
Al entrar en su departamento se encontró con la fría y penumbrosa soledad de cripta en que se convierte su hogar cuando él se ausenta por largos períodos. El olor a humedad y los finos rayos de luz que se filtraban por las hendiduras de la persiana baja hicieron que recordara los sótanos de la antigua biblioteca nacional donde él, alguna vez, tuvo que bajar en busca de un libro remoto.
Bajo sus pies, alfombrando el piso de maderas gastadas, se amontonaba la correspondencia que a diario don Vicente (el encargado del edificio) pasaba por debajo de la puerta. Con la punta del pie derecho fue separando y clasificándolas según el grado de importancia: expensas y servicios, a un costado; invitaciones a congresos y charlas, a otro costado; folletines y publicaciones sobre parapsicología, allí, junto al paragüero...
Cerró la puerta y fue directo a su habitación. Ya habría tiempo de darle un vistazo a la correspondencia y ponerse al día con el pago de los servicios; pero en ese día en particular sólo tenía un objetivo en mente, y le urgía ponerlo en práctica.
Extrajo el libro de su bolso de mano y fue hasta el comedor. «Este es el lugar ideal» —pensó mientras colocaba una silla en el medio de la sala.
—Necesito espacio —dijo, y comenzó a correr los demás muebles y objetos contra las paredes. Sin subir la persiana, y con la pobre luz artificial de un velador de pie, se sentó y comenzó a leer lo que Swami Pranavanda había escrito algunos siglos atrás.
"...Como lo enseñó mi maestro, la respiración debe asemejarse al suave vaivén ondulante de un océano en calma. Debemos idealizar una barca carente de remos y velamen, como un cascarón de juncos que nos contiene. Y con los cuerpos en reposo, comenzamos nuestro ingreso al estado alfa, que sólo es posible con la debida concentración aprendida a lo largo de necesarios ejercicios espirituales. Cuando la ondulación nos eleva, debemos aspirar profundamente el aire de la purificación en forma sostenida, hasta el instante en que coinciden los extremos de máxima amplitud de las dos acciones que se detallan: A) La de nuestros pulmones en total expansión. B) La de la ola alcanzando su elevación límite. En el preciso instante en que sentimos que nuestra barca comienza a descender, debemos exhalar el aire impuro hasta el momento exacto en que llegamos a la base. Logrado ese ciclo inicial, debemos repetirlo incontables veces hasta que sólo veamos el agua azul confundiéndose con el cielo, y nos hayamos convertido en una suave brisa marina que se eleva y gana altura a medida que transcurre cada ciclo hasta alcanzar las nubes. Si logramos penetrar y situarnos en ese manto blanco en que se han convertido las aguas evaporadas, descubriremos con sumo placer que ya no es necesario servirnos de las ondas marinas, y que nuestros cuerpos materiales también han sufrido una transformación: son cascarones vacíos que yacen como peso muerto en la superficie terrena, mientras nuestras almas son energía en libre movimiento. Podemos ver, pero no tocar; podemos pensar, pero no así hablar; viajamos impulsados por un inagotable torbellino llamado curiosidad. Henos aquí, en medio de la nada y dentro de un todo, siguiendo la luz guía que nos indica el camino de la máxima consagración. ¡Celebremos! Hemos logrado el vuelo astral."
Aunque faltaban algunas páginas para terminar, cerró el libro con decisión; ya había leído todo lo que le interesaba.
«Veamos qué hay de cierto en todo esto» —pensó—. Levantó la vista y vio su imagen reflejada en la pared que tenía enfrente (un gran espejo dividido en dos placas de dos cincuenta por tres metros cada una, la cubría en su totalidad, dando la sensación de profundidad como si se tratara de un gran salón comedor). «Muy bien, Oliden —se dijo sin quitar la vista de su imagen reflejada—. Si todo va bien vas a volar». Cerró sus ojos, se relajó y comenzó a eliminar todo pensamiento de su mente; luego contuvo la respiración unos segundos y exhaló con fuerza (operación que repitió varias veces). Lentamente fue notando la desaceleración de su ritmo cardíaco y el adormecimiento de piernas y brazos. Tenía tanta práctica en esa técnica que pronto llegó al estado de semi-inconciencia llamado alfa. De allí en más comenzó a idealizar el mar con sus suaves ondas y la frágil barca de juncos. Al principio todo se le aparecía fuera de foco, como si un gran velo se interpusiera entre la imagen y su vista; pero, poco a poco, esa ilusión se fue borrando para hacerse nítida y sorprendentemente real, al punto de tener la sensación de estar oliendo el aroma de las sales marinas saturando el aire. Como si estuviese montado sobre algodones, subía y bajaba al compás de las olas. Y en cada remontada notaba que subía más alto. Cada descenso le producía un vacío en el estómago similar al que se vive en una gigantesca montaña rusa, pero ese malestar duró poco y se fue desvaneciendo acompañado de una gran calma interior. Era tan intensa que le potenciaba el estado de gozo a un nivel que jamás había alcanzado. Tenía la sensación (y ya todo era sentimiento) de que sus poros se abrían y por ellos desbordaba a borbotones su alegría; lo hacía en forma de mariposas multicolores que rápidamente se desvanecían dejando una efímera estela de luz ámbar.
Al llegar al techo de nubes comprendió que el ciclo se había completado. Ya no bajaba. Estaba suspendido entre la bruma blanca y vaporosa gozando de una total ingravidez. «¿Y ahora qué?» —Se preguntó mentalmente.
II
Esperó un largo rato inmóvil y nada sucedió. Comprendió que en adelante estaría sometido al arbitrio de sus decisiones. Pensó en avanzar unos metros, y eso bastó para que saliera disparado a gran velocidad hacia delante. Pensó en detenerse, y se detuvo en seco, desafiando todas las leyes de la física conocidas hasta el momento. No tenía noción del tiempo transcurrido; aún así, intentó situarse por debajo del techo de nubes para tratar de divisar algo que le permitiera confirmar que no estaba soñando. Pensó en bajar, y lo hizo rápido, a una velocidad inusitada y en línea recta. La caída le hizo recordar a las pruebas de vacío que realizaban en el laboratorio de física del colegio secundario, cuando dejaban caer una pluma y una moneda dentro de un tubo carente de aire para comprobar cómo, los dos objetos, de desplomaban a la misma velocidad sin importar su peso y constitución.
Pronto divisó la ciudad a sus pies, cada vez más nítida. Pensó en detenerse para no estrellarse, y se detuvo al instante. No estaba soñando, estaba seguro de eso. Ahora era piloto de sí mismo; un Icaro moderno pero con más suerte, porque no necesitaba emplumarse para volar con la libertad que gozan las aves. Y allí estaba, suspendido cabeza abajo a cien metros del suelo, un poco desorientado pero feliz, inmensamente feliz. Buscó puntos de referencia y los fue hallando con cierta dificultad debido a la falta de práctica. A juzgar por su posición estaba a la altura de la avenida Belgrano, en su cruce con 9 de Julio. Él vivía en Santa Fe y Coronel Díaz; aunque lo lógico era trazar una diagonal imaginaria hasta el punto deseado, prefirió viajar sobre 9 de Julio hasta Santa Fe, y de ahí, sobrevolar Santa Fe en sentido contrario al tránsito hasta Coronel Díaz. Bastó ese sólo pensamiento para encontrarse, en un parpadeo, justo sobre la terraza de su edificio. Había olvidado pensar la palabra: lentamente. Se reprochó ese olvido; en adelante tendría que usarla sin excepción si no quería tener sorpresas desagradables. Pensó en bajar lentamente unos cincuenta metros. Lentamente fue descendiendo hasta la altura deseada. «Eso está mejor» —pensó. Casi al instante, agregó: «Lentamente voy a bajar hasta entrar en mi cuerpo material». Y lentamente fue bajando y atravesando las lozas de hormigón que separaban los diferentes niveles de los pisos superiores. Traspasó varios comedores, algunos estaban vacíos. Cuando pasó por el departamento del noveno piso vio a una mujer que hacía poco se había mudado (Recordó su encuentro en el interior del ascensor un día antes de partir al Perú; hubiera querido invitarla esa misma noche a su departamento, pero cuando se decidió, ella ya había bajado y desaparecido por el corredor). Tendría unos treinta años; vivía sola y era hermosa. Acababa de salir del baño con el pelo envuelto en una toalla floreada; su cuerpo estaba desnudo y caminaba como una modelo. Oliden, imbuido en una mezcla de sorpresa, confusión y excitación, pensó: «Quiero quedarme a admirarla». Y se detuvo al instante, en el medio del comedor, con su cabeza a escasos centímetros del suelo alfombrado y sus pies apuntando al techo. Le costó adaptarse a la visión invertida. Era como si ella fuera la que estuviera cabeza abajo y caminara por el cielo raso. De pronto, en una maniobra brusca e inesperada, cambió de dirección y fue directo hacia él, cómo si lo hubiera descubierto. El susto fue tan grande que olvidó todo lo que había aprendido en lo referente a la forma de lograr un vuelo seguro. Con el cuerpo de ella casi a punto de atravesarlo, pensó: «tengo que huir rápido de aquí». Como si estuviera impulsado por potentes turbinas, salió disparado hacia abajo atravesando lozas, muebles, caños, mampostería, sótano, cimientos, suelo, tierra, rocas, hasta que, en medio de una total oscuridad, pensó: «¡Alto! ¡Quiero parar!»; y se detuvo al instante en el interior de la corteza terrestre, a miles de metros de la superficie. El esfuerzo mental lo había agotado; temía perder la concentración y no poder regresar más a su cuerpo. Con la última energía que le quedaba, pensó: «Lentamente, debo regresar a mi cuerpo».
Estaba oscuro y no sentía nada, pero sabía que estaba ascendiendo a escasa velocidad. Cuando atravesó el sótano iluminado se tranquilizó. Al llegar a su departamento, estaba al límite del desmayo; todo le daba vueltas y la cabeza le dolía enormemente. Al dirigirse a su cuerpo inerte (sentado en la silla y con la mirada perdida), dudó. La visión se le nublaba y no podía distinguir si lo que tenía enfrente era él o la imagen que le devolvía la pared espejada. No había modo de saberlo y el tiempo se agotaba; se dejó ir y apareció en el departamento lindero; se había equivocado. Pensó en detenerse y, lentamente, volver sobre la marcha y entrar en el otro cuerpo, en el verdadero. Exhausto, al iniciar el ingreso se desvaneció.
III
Un teléfono sonaba en algún lado. Lo oía distante, apagado, pero de a poco se fue haciendo más nítido hasta que comprendió que era el suyo. Abrió los ojos y sintió que su cuerpo le pesaba. La imagen que le devolvía el espejo era la de alguien que había estado días sin afeitarse; a la distancia podía ver las grandes ojeras que deformaban su pálido rostro. Le dolía cada centímetro de su cuerpo como si hubiera sido arrollado por un camión. ¿Cuánto tiempo estuvo inconsciente sobre la silla? A juzgar por su estado diría que mucho. Y el timbre del teléfono insistiendo, perforando su cerebro a punto de estallar.
—Diga
—¿Oliden? ¿Hablo con la casa de Oliden? —Insistieron del otro lado.
Las palabras le sonaban distantes. Si tuviera que ubicar su origen, diría que provenían de las entrañas mismas de la tierra o de alguna caverna remota. Era una sensación extraña que le hizo dudar si se trataba de una comunicación real o estaba soñando.
—Sí, soy Oliden, eso creo... ¿Quién habla?
—¡Hola!... ¡Hola! ¿Me escucha? ¡¡¡HOLA!!!
—Sí hombre, no grite. Lo escucho perfectamente.
Antes de terminar la frase, el otro había cortado.
«O el tipo es sordo o anda mal la línea» —pensó—. Antes de colgar, con el auricular aún apoyado en su oreja, Oliden vio su imagen reflejada en el espejo y quedó azorado. Como un flash le vinieron a la mente los personajes surrealistas de los cuadros de Dalí. Tenía el brazo derecho totalmente extendido, como si quisiera tocar el techo. Su mano sostenía el tubo del auricular apoyado en la oreja de una cabeza inexistente sobre un torso invisible. La debilidad que había adquirido por el ayuno excesivo le restaba claridad mental para comprender lo que sucedía. Lentamente, como queriendo alejarse de las cosas, retiró el auricular de su cara y lo miró. Estaba a la misma altura de sus ojos, pero al desviar la vista hacia el espejo, en la penumbra de la sala, la imagen reflejada era muy diferente: seguía con el brazo extendido hacia arriba sosteniendo el auricular. Aterrado, soltó el tubo sin importarle que se estrellara contra el piso y se levantó como un resorte con la intención de encender todas las luces de la casa. Algo inaudito sucedió: al levantarse se encontró en el piso de arriba, a la altura de los zócalos, como si lo hubieran decapitado y apoyado su cabeza en la alfombra en castigo por haber espiado a la muchacha desnuda.
El terror se convirtió en pánico; sus piernas no pudieron sostenerlo más y cayó pesadamente sobre la silla. Al hacerlo, se encontró nuevamente en el interior de su departamento.
«Dios, ¿qué pasa? Algo no está bien...» —Pensó. Se quedó un rato sentado con la vista clavada en el espejo, esperando alguna señal, o un indicio —por pequeño que fuera— que le sirviera para encontrar alguna respuesta. En ese lapso, sufrió dos desmayos. En el segundo se cayó al piso y quedó tendido boca abajo. Luego de dos horas despertó. Estaba empapado en sudor. Fue recuperando la conciencia de a poco y se levantó despacio, en dos etapas: la primera arrodillándose y esperando un poco para reanimarse; la segunda poniéndose de pie corriendo el riesgo de marearse y desplomarse de nuevo. Toda la operación le pareció una eternidad. Y fue en el momento en que su cuerpo quedó totalmente erguido cuando volvió a experimentar el traspaso del cielo raso hasta el punto de aparecer del otro lado de la loza, a la altura de los zócalos, teniendo por base la alfombra del piso de arriba.
Abatido, se arrodilló. Y al hacerlo volvió al interior de su departamento. En ese instante comprendió lo ocurrido: su ingreso no fue completo. Una mitad de su alma había quedado afuera, y para comprobarlo comenzó a hacer chasquear los dedos de su mano derecha, levantándola hasta que el sonido quedara a la par de su oído. Cuando lo logró, se miró en el espejo y vio la mano en alto muy por encima de su cabeza.
Él medía un metro ochenta. Hizo un rápido cálculo mental y llegó a la conclusión de que su cabeza inmaterial estaría a unos noventa centímetros de la material, lo que lo llevaba a creer que sumadas las dos medidas, daban una longitud total de dos metros setenta. Lo que le había ocurrido no lo había previsto, ni siquiera tenía claro las consecuencias que podría sufrir su cuerpo y su espíritu mientras se mantuvieran en esa semi-integración. Pensó que para enmendar el error no había otro camino que el de repetir el vuelo astral e intentar el reingreso a su cuerpo material con la mayor precisión posible.
La debilidad lo consumía; se sentó en el suelo y levantó el libro que descansaba a un costado. Lo abrió donde estaba el señalador y siguió leyendo.
" ...No hay ser viviente sobre la tierra que pueda soportar tal desgaste de energía sin consecuencias físicas devastadoras. La experiencia no puede volver a repetirse hasta que el cuerpo se restablezca por completo, y eso depende de la alimentación que pueda proveerse. Durante el período de recuperación se deberá comprobar que el alma espiritual se ha amalgamado correctamente con el cuerpo material. Basta para ello el examen visual de cualquier maestro induísta. Él podrá ver el áurea en toda su magnitud y nos dirá si es necesario hacer algunas correcciones."
«No necesito un maestro zen o budista o induísta para saberlo; lo que quiero es corregirlo» —pensó.
" ...El período de regeneración energética recomendado es de dos meses, en cuyo transcurso se deberán efectuar ejercicios de purificación y concentración acompañados de largas jornadas de reposo. Se debe desestimar todo contacto con el mundo exterior, y sólo hay que escuchar y cumplir los preceptos que nos imparta nuestro maestro guía."
Quiso seguir leyendo pero el cansancio pudo más. Se recostó en la alfombra y se durmió.
IV
Al despertar, una oscuridad total lo recibió. Le dolía tremendamente el cuerpo. Sentía las articulaciones rígidas, como si se las hubieran soldado mientras dormía. ¿Y cuánto había dormido? No supo precisarlo, tampoco le importó demasiado. Era de noche, de eso estaba seguro. Con miedo a levantarse y aparecer en el departamento de la mujer de arriba, gateó hasta el interruptor de luz. Al presionar la tecla quedó enceguecido. Ni las retinas se habían salvado del dolor generalizado. Miró hacia la pared espejada y, por primera vez, pudo verse con total nitidez. Le costó aceptar la fatal verdad de que aquella imagen era la suya. Estaba pálido, sus ojos se habían reducido a la mitad y parecían mirar desde la profundidad de las cuencas oculares; por debajo, como un grotesco marco violáceo, sobresalían dos grandes ojeras que le abarcaban gran parte de su rostro. Estaba muy delgado y la creciente barba no podía disimular sus pómulos filosos. Parecía un mendigo.
Tuvo ganas de llorar —algo no habitual en él—, pero se contuvo; llorar no solucionaría su penosa situación. Sintió miedo de volver a desmayarse. Sabía que el tiempo jugaba en su contra; cada hora que pasara acentuaría su debilitamiento general, al punto de "no retorno".
«Necesito líquido y comer algo» —pensó.
Gateando, con las rodillas ardiendo de dolor, llegó a la cocina. Como pudo se sirvió agua de la canilla de la pileta y, luego de varios intentos fallidos, logró llevar el vaso a su sedienta boca —sus sentidos le indicaban que la cabeza estaba casi un metro más arriba (que era por donde veía); eso le hizo pensar que su ombligo espiritual y metafísico estaría a la altura de su boca material, así que apoyó el vaso en los labios de su boca-ombligo y tomó el agua con la desesperación de un beduino—. Satisfecho y a punto de estallar como un globo de agua, no se molestó en hurgar en los estantes de las alacenas o la inútil heladera (sus largas y periódicas ausencias conspiraban contra la conservación de los alimentos almacenados), que sólo servían para juntar polvo, gérmenes y bacterias. Gateando, fue hasta el teléfono del comedor y marcó el único número que lo salvaría de una muerte segura: el de la roticería. Desde su boca-ombligo pidió que le enviaran un pollo entero a la parrilla y ensalada de espinaca con huevo y atún.
—¡Rápido, por favor! —Ordenó desfalleciendo.
V
Al abrirse la puerta y ver a Oliden arrodillado extendiendo un billete de veinte, el cadete dio un salto hacia atrás como si hubiera visto a una cascabel. El paquete casi se le cae de las manos. Lo que más lo asustó fue la mirada ausente de Oliden; aquellos ojos no tenían brillo y apuntaban directo a su cintura, donde tenía la riñonera con unos pesos para el cambio. Pensó que tal vez fuera ciego.
Oliden, desde lo alto (con su vista metafísica), lo miraba con desesperación.
—¿Y, me va a entregar el paquete o no? —Protestó. Sus rodillas flaqueaban.
El muchacho, sin decir palabra, le arrancó el billete de la mano y le entregó el paquete. Sacó unos pesos de su riñonera y le entregó el vuelto. Sin esperar propina, y mucho menos al ascensor, huyó por las escaleras.
Igual que una persona que se repone de una hemiplejía, Oliden tuvo que situarse frente al espejo para poder llevar con éxito algo de comida a su boca. Era una tarea de precisión que le demandaba un esfuerzo descomunal. Sus manos temblorosas hacían más difícil la operación. En el segundo bocado derramado comprendió que todo esfuerzo sería inútil. Su muralla emocional se derrumbó y lloró como un niño. Desde lo alto veía cómo su imagen reflejada se sacudía espasmódicamente. Y así, llorando a mares como jamás lo había hecho, se sintió el ser más desprotegido del mundo. Ya sin posibilidad de volar y ser piloto de sí mismo, supo que no podría enmendar el fatal error de cálculo en el regreso. Y convertido en un espectro viviente, decidió quemar ese espantoso libro. Estaba sobre el sillón de pana, abierto en una página ya olvidada.
A Oliden le costó manipular la caja de fósforos...
Debió haber sufrido un pequeño desmayo, porque de pronto, se encontró con el libro en llamas, y con él, el sillón y el cortinado azul de la única ventana del comedor. Con el mínimo de fuerza que le quedaba, se puso de pie.
En el piso de arriba (libre del humo y las llamas) vio a la mujer bailando al compás de los acordes de los Stones. Se contorneaba y le hacía gestos eróticos a un público —para ella— inexistente. Oliden la contempló serenamente, disfrutando de su anonimato y desestimando por completo el dolor de su cuerpo ardiendo en el piso de abajo.
Ya no quiso volver; ya era tarde para volver... no había cuerpo al cual volver...
De pronto, sintió que flotaba.
«Lentamente, debo elevarme más allá de las nubes» —pensó.
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