EL MEDALLÓN DE LOU PEI

 

Un miércoles a la mañana, a principios de la primavera del año 62, un hombre ingresó en el local de venta de antigüedades ignorando las variadas y costosas piezas (muchas de ellas únicas) que descansaban en espléndidas vitrinas. Se encaminó directo hacia el fondo del salón con paso decidido y, finalmente, se detuvo frente a un gran reloj con caja de ébano y puerta de cristal biselado, la que servía de protección a un imponente péndulo dorado. Se notaba que en su construcción habían utilizado los más finos y nobles materiales, y que aquellas manos que tallaron su contorno y su alma conocían el secreto que durante años durmió oculto en su interior...

Cuando el anticuario notó el marcado interés que mostraba aquel individuo por aquél objeto, no solo se sorprendió, sino que interiormente alentó la esperanza de que al fin alguien retirara a "ese aparatoso reloj", el que sólo servía para juntar polvo y ocupar un importante espacio en su abarrotado local.

La segunda sorpresa la experimentó cuando el enigmático hombre pagó el importe sin regatear, lo que de haberlo hecho, de seguro le habría significado una considerable rebaja. Dejó su tarjeta personal con la dirección en donde deseaba que le remitieran el reloj y partió tan rauda y decididamente como había llegado.

Luego de que se marchara del lugar, la curiosidad del anticuario lo llevo a estudiar con detenimiento a aquella tarjeta:

Gaspar MÉNDEZ DEL CERRO

Operador Financiero. Asesor.

(Miembro honorario del Directorio de la Bolsa de Comercio)

 

Impresos al pie figuraban varios números de teléfono junto con la dirección de la Bolsa de Comercio. En el reverso, escrito de puño y letra se podía leer la dirección donde se debía remitir el reloj; la localidad era: San Isidro, Provincia de Buenos Aires y concluía de la siguiente manera: recibirá el Mayordomo, Sr.: Jacinto Velázquez.

Al día siguiente, la camioneta se detuvo frente a la dirección indicada en el remito. —"Esto sí es saber vivir"— Pensó el conductor mientras admiraba lo que tenía frente sus ojos.

Cuando tocó el llamador del portón de entrada —fabricado en hierro forjado con adornos de bronce—, notó que una cámara de vídeo, que estaba ubicada a un costado del mismo, seguía sus movimientos...

—¿Qué desea? —Se escuchó decir a través del llamador.

—Me envía la casa de antigüedades para entregarle un reloj de péndulo al señor Jacinto Velázquez.

Al cabo de unos segundos, el portón se abrió automáticamente, dejando al descubierto un camino de adoquines (prolijamente cortados y distribuidos en forma simétrica) que se internaba en el terreno hasta concluir en una extensa explanada con una fuente en su centro, la que antecedía al portal de una imponente mansión. Las paredes de la fachada estaban cubiertas por completo por enredaderas desbordantes de un verde profundo; dos leones esculpidos en mármol blanco guarnecían el pórtico de entrada y, sobre éste, se podía divisar la segunda cámara de vídeo, que enfocaba directamente a la explanada.

El empleado subió a la camioneta e ingresó por el camino adoquinado hasta llegar al playón. Estacionó el vehículo apuntando la culata hacia el pórtico y, junto a su acompañante que oficiaba de peón, descendió.

De pronto, como si hubiera surgido de la nada, se apareció el mayordomo acompañado por dos impresionantes mastines que permanecían quietos a su lado; se mostraban tranquilos, pero bastaba observarlos un instante, para darse cuenta de que todos sus sentidos estaban en constante vigilia y sus músculos prontos para responder a una orden determinada.

—¿Es usted el mayordomo? —Preguntó trémulamente el sorprendido empleado.

—Efectivamente; podéis dejar la caja aquí —dijo señalando el piso.

—Podemos entrarla a la casa, si lo desea...

—No es necesario, con dejarla aquí estará bien —sentenció el mayordomo con un claro acento español, sin que su semblante demostrara la menor variación, ya sea en sus facciones duras e inexpresivas, como en sus ojos de hielo.

El empleado cumplió la orden y, luego de hacerle firmar el correspondiente remito, se retiró.

Al igual que un tótem quedó erguido en el playón el enigmático reloj...

Toda la operación fue observada desde el amplio ventanal de su escritorio —ubicado en la planta alta de aquella majestuosa residencia— por el Conde Toulouse Vignón, un acaudalado Francés de linaje que tenía su residencia oficial en Montpellier, una localidad emplazada al sur de Francia, a escasos kilómetros del Mediterráneo.

El hecho de que se encontrara en Argentina, a miles de kilómetros de su país natal, era un enigma; solo el mayordomo conocía aquel arcano propósito que llevaba al Conde a trasladarse personalmente y por primera vez a un país de América del Sur que, como él sostenía, era tierra de salvajes y dictadores.

Cuando ingresó al país procedente de Francia vía Roma, el Conde lo hizo como un simple turista, sin mencionar su condición de noble y miembro del gobierno en calidad de consejero de estado; por lo tanto, su presencia pasó inadvertida, tanto para las autoridades locales como para la embajada de Francia, pues tampoco su gobierno estaba enterado de su viaje.

El alquiler de la residencia —por el término de un mes con el personal incluido— lo realizó por intermedio del operador Gaspar Méndez del Cerro, un concupiscente personaje que le debía algunos favores otorgados en Europa para aumentar su relación con personas adineradas del viejo continente.

Una vez instalado, llamó a su mayordomo catalán y le ordenó que tomara el vuelo más próximo con destino a la Argentina, haciendo hincapié en el deseo de que, junto con él, trajera a los dos mastines —sus inseparables compañeros de ocio y eventualmente, de caza...

 

Al día siguiente...

 

—El fin de semana próximo deberá darle franco a todo el personal de servicio, incluido el chofer y el jardinero —ordenó el Conde al mayordomo, utilizando su idioma natal, pues, aunque entendía el español, no lo hablaba correctamente.

El mayordomo asintió con un leve movimiento de cabeza y, sigilosamente, como si sus pies no tocaran el piso, se retiró.

El Conde Toulouse Vignón tenía frente a sí el imponente reloj de péndulo; él era un hombre de considerable estatura, aproximadamente un metro ochenta, pero la caja del reloj lo superaba en más de diez centímetros. Si no fuera por las manecillas de aquel cuadrante adornado con números romanos y el enorme péndulo dorado, se podría afirmar que aquello era un lujoso ataúd con tapa de cristal.

Mientras lo observaba, recordó el día y el instante preciso en que accidentalmente (¿accidentalmente?) tropezó con la revelación que cambiaría su destino:

Era un domingo de un fresco otoño del año 1957, cuando, caminando por los Campos Elíseos, contemplando la lenta y bella caída del sol, tropezó con un individuo que caminaba agitando sus pasos en sentido contrario al suyo. En su vestimenta no había ningún detalle que llamara su atención: pilotín gris, camisa blanca, pantalón al tono y zapatos negros, como cualquier francés de clase media. Lo que no encajaba en aquella figura era una pequeña alforja de cuero sumamente gastado y cuarteado (como si hubiera pasado por mil manos de generación en generación) que, como al descuido, llevaba en su mano derecha. Ninguno (¿ninguno?) de los dos advirtió la presencia del otro; el choque fue inevitable y, en el encontronazo, él perdió sus gafas y al otro se le cayó el morral. Cuando trató de disculparse por su torpeza, el desconocido había desaparecido. Al agacharse para recoger sus lentes caídos, notó la presencia de aquella vetusta y llamativa alforja. Intentó ubicar al desconocido, pero no lo logró. Se sentó en un banco y comenzó a escudriñar el interior de ese enigmático morral en busca de algún documento que permitiese la identificación de su dueño.

No halló otra cosa más que dos llaves de marcado estilo oriental y un sobre laqueado con una inscripción que parecía ser de origen chino o japonés. Volvió a introducir los objetos en su interior y se dirigió a su residencia. "Mañana trataré de hacer traducir esto"pensó.

A la mañana siguiente decidió pasar por la cancillería y hablar con algún especialista en temas orientales. Su condición de consejero de estado le abrió todas las puertas y logró que alguien se encargara de aquella tarea con la promesa de avisarle sobre cualquier novedad al respecto.

Esa tarde, con las llaves jugueteando entre sus dedos, caviló largamente sobre el extraño suceso vivido aquella mañana. "¿Cómo alguien puede ser tan torpe de no notar que se le cae algo que lleva aferrado en su mano? Hasta me inclinaría a pensar que aquel individuo deseaba deshacerse de aquello y fabricó el supuesto tropiezo conmigo. Juraría que sus ojos eran rasgados..." —pensó.

En ese instante sonó el intercomunicador.

—Diga

—Conde, tiene una llamada de cancillería —dijo su secretaria.

—Bien, pásemela

Era Valerie Dumónt, de la sección asuntos orientales de cancillería. Tenía listo el informe que le había encargado...

Pasada media hora, tenía la traducción en sus manos. Efectivamente, la escritura era del idioma chino, pero sumamente antigua, pues contenía ciertos símbolos y algunas contracciones que hace siglos dejaron de utilizarse.

La traductora le informó que tuvo que recurrir a los archivos de escritos anteriores a la dinastía Min —año 1330 después de Cristo—; siguió indagando retrospectivamente inclusive a años anteriores al nacimiento de Cristo para poder cotejarla con aquella esquela apergaminada. El dialecto era mandarín —de ello no tenía dudas—, pero tuvo que retrotaerse, mas precisamente al año 234 (a.C) donde reinaba la dinastía Chou y, para su sorpresa, la simbología era idéntica.

El Conde se sintió sumamente atraído por el hecho de estar en presencia de un manuscrito tan antiguo y, cancelando todos los compromisos que tenía agendados para aquella tarde, se abocó a la tarea de leer cuidadosamente la traducción de un relato que, a su entender, parecía provenir del cuento de las mil y una noches —aunque en dicho cuento no se hiciera mención a tal historia.

Hablaba de un artesano oriundo de Pingwu, al oeste de Sian, que durante la dinastía Chou se dirigió al Tíbet para explorar los Montes Himalaya en busca del "medallón de Lou Pei". Según era leyenda, el medallón concentraba en su interior el mágico poder de otorgarle vida eterna a quien lo poseyera; la leyenda también narraba que su último dueño fue un monje llamado Lou Pei, quien al ver el tremendo e injusto privilegio con que la suerte lo había agraciado, decidió renunciar a tal prerrogativa y escondió el medallón en un lugar oculto de la ladera norte del monte who, el que a partir de ese momento comenzó a ser conocido como "El Monte de Lou Pei"...

Del artesano de Pingwu no se tuvo noticias por varios años, hasta el día en que bajó del Monte y sorprendió a quienes le conocían, con el mismo aspecto con que se había marchado hacía treinta años atrás.

Mientras sus parientes y amigos exhibían las huellas del paso del tiempo en sus cuerpos enclenques y apergaminados, él se mostraba rozagante y exultante de vida, como si hubiera estado congelado en la cima del Monte durante todos esos años.

Al ver que todos se interesaban por él, con la única intención de estar cerca de aquél medallón que pendía de su cuello para arrebatárselo al menor descuido, arguyó que ya nada tenía que hacer en ese mísero lugar infectado de codicia; en consecuencia, se marchó para no regresar nunca.

Ya en el siglo XVIII, luego de vivir varios siglos en Europa y de recorrer sus países, al amparo de su anonimato y seguro de que su secreto no corría peligro, el artesano de Pingwu fabricó una réplica de un reloj de péndulo de estilo francés. Utilizó su antiguo arte de la ebanistería para disimular en la caja, dos compartimentos secretos: uno en la pared lateral derecha, a la altura del cuadrante, y el restante en la pared lateral izquierda, a la altura del extremo inferior del péndulo; allí instaló dos cerraduras idénticas. También usó sus conocimientos de relojería —aprendidos en Alemania el siglo anterior— para fabricar dos mecanismos hermanados que solo funcionaban si se accionaban simultáneamente con sendas llaves, girando estas en sentido antihorario. Estos mecanismos estaban acoplados a dos varillas que pasaban por el interior de la barra pendular, las que activaban y desactivaban el cerrojo de un gran péndulo cóncavo y hueco que serviría de alojamiento al medallón de Lou Pei. El reloj funcionaba con la precisión de los mejores cronómetros de la época, y ni el más experto relojero podría descubrir los compartimentos secretos de las paredes exteriores; el péndulo cerraba herméticamente, por lo cual, nadie podría suponer que en su interior se hallaba alojado un medallón de oro puro tan particular.

Ya se estaba cansando de vagar por el mundo a través de los siglos y, viendo azorado cómo la codicia del hombre y su ansia desmedida de poder estaba degradando a la raza humana, arguyó que si el medallón caía en manos inapropiadas aceleraría drásticamente ese proceso; por lo tanto, se propuso buscar al hombre adecuado para ser el merecedor de aquél y, cuando lo encontrara, entregaría los datos necesarios como para hallar el reloj y disponer (en favor de la humanidad) de los atributos del fantástico medallón. Luego colocaría al mismo dentro del péndulo, activaría los mecanismos y, despojado de los poderes mágicos, esperaría mansamente su rápida e inexorable muerte.

No le fue fácil al Conde encontrar el reloj en cuestión. Rastrearlo significó una tarea investigativa que demandó ocho meses de constante peregrinar por las casas de antigüedades más importantes de toda Europa. Se debieron escudriñar extensos catálogos para dar con la esquiva réplica, pues en el siglo XVIII sólo se construyeron 35 relojes de esa característica, los que fueron adquiridos (en ese entonces) por familias de linaje. Desgraciadamente muchos de aquellos relojes, de seguro, deben haber desaparecido; ya sea por los estragos de las guerras que asolaron a Europa, como por la consecuencia de caer en manos poco cuidadosas.

Lo que diferenciaba a la copia del original se hallaba en el lujoso cuadrante, pues de los doce números, el X (en escritura Romana) era unos milímetros más pequeño y estaba levemente inclinado hacia la derecha (exactamente 25 micrones). Sólo ojos expertos podrían notar esa ínfima diferencia, por lo que el Conde Vignón encargó la tarea al restaurador suizo Gustav Von Richten, un especialista en la materia y afamado mundialmente por sus vastos conocimientos sobre los orígenes y la historia de la relojería, desde los primitivos de sol, pasando por los de arena y las primeras clepsidras, hasta llegar a los exactos cronómetros de la actualidad.

Luego de varios meses, cuando ya sospechaba que el reloj jamás sería hallado, el restaurador dio con una casa de antigüedades en Rotterdam, en cuyos archivos figuraba que un reloj de esas características había sido adquirido en el año 1959 por un ingeniero alemán llamado Oto Fridman. Al ahondar en la investigación, descubrió que el ingeniero desconocía la falsedad de la pieza y, que meses más tarde, se había trasladado a Sudamérica por mandato de una empresa constructora de caminos que instalaría una sede en la República Argentina. Se supone que el reloj viajó con él.

En este punto es donde el Conde Toulouse Vignón decidió encomendarle al asesor Gaspar Méndez Del Cerro el paradero del ingeniero Oto Fridman (si aún vivía) o, en su defecto, el destino final de aquella pieza única; lo demás es conocido por el lector.

 

Seguía el Conde jugueteando con las llaves que le permitirían acceder al goce de la vida eterna —ese sueño tan anhelado por la humanidad toda por los siglos de los siglos—, cuando un sombrío pensamiento invadió su mente, lo que le provocó un leve escozor.

"Me vi en la necesidad de revelarle el secreto de los compartimentos a mi mayordomo; no puedo accionar los dos cerrojos al mismo tiempo, puesto que la distancia que los separa supera mi alcance de brazos.

Es todo cuanto le revelé; no creo que sepa algo más... es improbable que esté al tanto de la existencia del medallón."

Luego, más tranquilo: "Debo olvidarme de esta sospecha infundada" —pensó.

La noche de la víspera, el Conde se abocó a la tarea de investigar la estructura del reloj en busca de los compartimentos secretos; para ello se valió de una gran lupa, la que asiduamente utilizaba para examinar antiguos sellos postales.

Al compartimiento superior lo descubrió a las dos de la madrugada del Sábado; estaba disimulado con tal maestría que, aunque escudriñó varias veces aquel sector en particular, no percibió su presencia. Sólo su paciencia investigativa de experto filatelista lo salvó del fracaso. La clave del éxito la encontró cuando siguió con su vista, delicadamente y milímetro a milímetro, una pequeña veta natural que recorría longitudinalmente la pared lateral, desde su mitad hasta el borde superior. En un punto exacto esa veta se truncaba para continuar, algunos micrones más arriba, su traza natural.

Unos minutos más tarde descubrió que si presionaba uno sólo de sus vértices, destrababa la pequeña tapa.

El compartimiento tenía cuatro centímetros de lado y dejaba ver en su diminuto interior, la hendidura por donde se habría de introducir una de las llaves...

Hallar al segundo compartimiento le llevó menos tiempo, pues ya tenía en claro el tamaño y la forma de abrirlo...

A las seis de la mañana de ese —para él— larguísimo Sábado, no bajó a desayunar; aunque estaba sumamente cansado, su ansiedad y su creciente nerviosismo ante la posibilidad cierta de lograr la inmortalidad, lo inquietaba y desvelaba. No esperó un minuto más y llamó a su servicial mayordomo.

Le extrañó que Jacinto acudiera a su llamado acompañado por los dos mastines; él había dado la expresa orden de que los animales no debían ingresar a la casa por ningún otro motivo que no fuera el de repeler la intrusión de algún ladrón que hubiera logrado sortear con éxito los sistemas de vigilancia.

—¿Por qué están los perros aquí?

—Disculpadme Conde, pero he dado franco al personal, como vos lo habéis ordenado, y eso incluye también al personal de vigilancia. La única protección de que disponemos es la de los mastines; si lo deseáis, los retiro —se excusó el mayordomo en forma pausada y sin variar el tono de su voz, como era su costumbre.

La lógica de la argumentación lo satisfizo. Olvidó el asunto y le indicó que se colocara del lado izquierdo del reloj, de frente a su pared lateral. El Conde, desde el otro lado, adoptó la misma posición.

—Aquí tiene la llave. Colóquela y espere a mi orden para girarla. Recuerde que debe hacerlo en sentido antihorario —aclaró el Conde—, extendiendo su mano por detrás del reloj, hasta notar que el mayordomo la tomó para sí.

Luego...

—Muy bien ¿Ya la colocó?

—Sí

Sólo faltaba dar la orden; el corazón le latía con fuerza inusitada y su cuerpo sudaba como si estuviera en pleno desierto. Toda su vida se le representó en un instante en imágenes, como fotos instantáneas: su infancia, el colegio, sus padres, la universidad, su primera novia... su amada esposa —fallecida en un accidente aéreo junto con sus dos hijos, en la Navidad del 59—... "¿Qué necesidad tengo de vivir eternamente si no están a mi lado mis seres amados? Es como prolongar por siempre esta inmensa pena que me invade; como mortal, sé que cada día nuevo es un día menos que falta para acercarme a la muerte física, y de hecho, a ellos. Como inmortal, cada día nuevo es un día más, lo que me alejaría inexorablemente de ellos y me impediría concretar ese anhelado encuentro" —pensó.

De pronto, una voz lo sobresaltó:

—¿Os encontráis bien? —Preguntó el mayordomo.

—Si... es decir ¡No!... Creo que no continuaré con la operación; entrégueme la llave y baje a la sala; en un momento iré a desayunar.

El Conde no notó que mientras pronunciaba esas palabras, el mayordomo hizo una señal con su mano; esto bastó para que los obedientes mastines se ubicaran por detrás del noble, mostrando sus colmillos blancos en actitud hostil.

—¿Qué es toda esta actuación? —Preguntó el Conde azorado al contemplar la actitud poco amistosa de los perros— Inmediatamente hizo una señal con su mano para que los animales se alejaran de su espalda y abandonaran la sala. Los mastines no sólo desacataron su orden, sino que se acercaron aún más a él, casi tocándole con sus hocicos las piernas, gruñendo al unísono.

—No debéis molestaros, no obedecerán. Los he reentrenado y sólo acatarán las ordenes que yo les imparta —sentenció el siniestro mayordomo, dejando escapar por primera vez, en años, una pequeña y malévola sonrisa.

—Ahora hacedme el favor de introducir nuevamente la llave y, a mi señal, guiadla como os indica la esquela; no olvidéis que el giro debe ser en sentido antihorario —dijo irónicamente, sonriendo por segunda vez.

El Conde Vignón, giró lentamente su cuerpo hasta ubicarse en la posición correcta como para introducir la llave y, dándole la espalda a los perros, elucubró su plan final. Sabía que no saldría vivo de aquella habitación; nadie acudiría en su ayuda.

Lentamente llevó su mano a la cintura y palpó la culata de su Beretta 9 milímetros. Los perros, aunque notaron el leve movimiento, no sospecharon.

—Muy bien, a la cuenta de tres, en forma descendente, giradla. Tres... dos...

Apuntó directamente la boca del cañón a la caja, a la altura de su pecho...

Uno... ¡Ahora! —Gritó el mayordomo. Los tres disparos retumbaron en la sala como truenos ensordecedores; los proyectiles traspasaron limpiamente las paredes de la caja y dieron de lleno en el pecho del mayordomo.

El Conde nunca supo si tuvo éxito o no, pues al segundo disparo ya tenía a los mastines aferrados a su cuello. Soportó el dolor desgarrador que le producían aquellos afilados colmillos penetrando en su garganta. Al tercer disparo, ya estaba casi inconsciente; los perros le despedazaron el cuello. Murió ahogado en su propia sangre.

 

***

 

La policía llegó al lugar a la media mañana del día Lunes, alertada por una de las mucamas que se presentó temprano a realizar sus tareas habituales.

Cuando el inspector Gabrielli se hizo presente en el lugar de los hechos, se encontró con un cuadro dantesco. El mayordomo estaba tirado en el piso, de cara al techo, con los brazos abiertos en cruz; los tres disparos le dieron de lleno en el pecho.

El Conde se encontraba tendido de bruces. Su cuello había sido despedazado de tal forma, que la cabeza permanecía adherida al tronco sólo por algunos tendones. En su mano derecha, todavía descansaba su arma y, a su izquierda, se hallaban las tres vainas servidas.

En medio de los dos cadáveres permanecía erguido el reloj, como mudo testigo de aquella espantosa matanza.

De los mastines se encargó un cuerpo especializado de la División Perros de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, que luego de enjaularlos, los llevó a la perrera en espera de su destino final.

En el lugar se hallaban dos expertos en balística, un fotógrafo de la morgue policial, un perito en papiloscopía, un médico forense, dos agentes con uniforme de servicio y el Sargento Becerra, de civil. Éste último tenía en sus manos el manuscrito oriental.

—Inspector, vea esto —dijo el Sargento. El Inspector leyó cuidadosamente, palabra por palabra, línea por línea, con sus puntos y sus comas, aquel fantástico relato. Cuando concluyó su lectura, lo guardó en uno de los bolsillos de su saco. Esperó pacientemente, sin decir palabra alguna, a que cada especialista terminara con su tarea.

A las doce del mediodía retiraron los cuerpos, que ya comenzaban a despedir el característico vaho fétido producido por la creciente descomposición.

El Inspector Gabrielli ordenó que desalojaran el lugar. Luego le indicó a los dos agentes que no lo esperaran, pues él había venido en su coche particular y se iría de la misma forma. Le pidió al Sargento Becerra que no se retirara de la habitación. Cuando estuvieron solos, preguntó:

—¿Leyó la nota?

—Sí

El inspector sacó de su bolsillo el manuscrito, lo colocó sobre un cenicero, sacó su encendedor y le prendió fuego. Esperó a que las llamas consumieran por completo el papel apergaminado. Luego dijo:

—Veamos si el medallón aún se encuentra dentro del reloj... El Sargento aprobó la decisión del Inspector con un leve movimiento de cabeza y se dirigió hacia el reloj. Las llaves se encontraban aún en sus respectivas cerraduras.

—Bueno, ubíquese allí —ordenó el inspector, indicando el lado que antes ocupara el mayordomo—; mientras tanto, él tomaba posición en el lugar que ocupara el Conde.

—Cuando se lo indique, gire la llave ¡No olvide que debe hacerlo en sentido antihorario!

Solo faltaba dar la orden; el corazón le latía con fuerza inusitada y su cuerpo sudaba como si estuviera en pleno desierto...

 

Al día siguiente, en el despacho del juez de turno, los dos policías que se encontraban en la planta baja de la residencia, aquel fatídico lunes —ambos se habían demorado, pues uno de ellos decidió pasar por el baño antes de marcharse del lugar—, explicaron que los disparos sonaron casi simultáneamente y que cuando ingresaron en el escritorio del Conde Vignón, hallaron al Inspector y al Sargento en los mismos lugares donde horas antes habían descubierto al noble y a su mayordomo. Ambos aferraban aún —todavía humeantes— sus respectivas armas reglamentarias, asignadas por la repartición policial.

Luego del tiempo transcurrido, tanto para las autoridades locales como para la prensa, se desconocen los motivos que actuaron como detonante de tal matanza. Los investigadores no pudieron aclarar el por qué de esos hechos de sangre carentes de toda lógica. Algunos diarios aventuraron que aquel reloj estaba maldito y que quizá toda la casa lo estuviera...

Sus dueños decidieron cerrarla definitivamente, ignorando por completo el arcano que encierra aquel antiguo reloj y la historia de codicia desmedida que aquí le he relatado. Ahora usted también conoce el secreto del medallón de Lou Pei y su diabólico poder. Yo me encargaré de que nadie pueda jamás utilizarlo para su provecho; no importa si la vida es larga o corta, lo que realmente debe interesarle al hombre es cómo vivir esa vida. No necesito de medallones o conjuros mágicos para perdurar en el tiempo; mi poder es más vasto y mi alcance no tiene límites. Así como me ha demandado siete días crear el universo y con él a este mundo un tanto descarriado, me llevará otro tanto el perfeccionarlo. No le di vida eterna (en la tierra) a mi único hijo terrenal, al que ustedes le llaman Jesús de Nazaret, para que la humanidad entendiera que la naturaleza que he creado para ella, tiene sus leyes y sus ciclos, y éstos deben cumplirse.

Aquel que se arrogue un poder por encima del mío, deberá aceptar mi castigo. Quien se incline ante mí y cumpla con mi voluntad, recibirá vida eterna, pero sólo en mi reino, que es el reino de los cielos...

¡Corre la voz!..."Paz en tu alma, Apóstol."


Gustavo Raimondo

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