CAPITULO 2
(El anuncio)
El Sábado amaneció nublado y Cosentino no se sentía con ánimo como para corregir exámenes atrasados o preparar alguna cátedra —como hacía todos los sábados—; así que decidió levantarse de la cama, se dirigió al baño y, luego de asearse, caminó hacia la cocina con la intención de prepararse el desayuno. Al mirar a través de la ventana, contempló el cielo gris que presagiaba una tormenta.
Quince años viviendo en el mismo departamento de soltero y repitiendo la misma rutina matinal día tras día. Eran las 7,45 y a las 8 puntualmente llegaría el repartidor de diarios y depositaría el periódico como lo venía haciendo en lo últimos seis años. "Más rutina" —pensó.
En ese instante, se puso a recordar la situación vivida el día anterior en la cátedra de mitología griega. Hacía tiempo que no mantenía una conversación con una mujer hermosa en forma desenvuelta y, lo más curioso, era que si bien en otras oportunidades hubiera preferido escapar cobardemente, en esta ocasión deseaba que el tiempo se detuviera.
Trató de cambiar de pensamiento pero la imagen de esa muchacha hermosa aparecía una y otra vez, como si todo su universo la tuviera a ella como su centro y él girara en torno de su figura infinitamente, rendido a su fuerza gravitacional. En el acto, su mente sufrió la tortura de lo incógnito: —¿Qué me está ocurriendo? ¿Cómo es posible que una persona metódica y racional como yo pueda ocupar sus pensamientos en algo tan trivial? ¿Será la soledad la causa? —Pnsó. Y ya en voz alta dijo—: ¿Por qué quiso el destino que esa mujer se cruzara en mi camino?
***
Marcela aparentaba ser una típica joven emancipada de sus padres, tenía 21 años y compartía un cómodo departamento en la calle Junín con una amiga y compañera de estudios llamada Sandra. Decía provenir de una familia de estancieros y recibía puntualmente, todos los meses, el cheque que su padre le enviaba, lo que le permitía vivir sin sobresaltos y hasta darse ciertos lujos vedados para muchas chicas de su edad.
Su belleza era tal, que nunca pasó un fin de semana encerrada en su casa por no tener con quién compartir una salida; muy por el contrario, desechaba invitaciones de insistentes pretendientes que hubieran colmado de felicidad a su amiga Sandra, con el mero hecho de saberse deseada por éstos.
Pero había algo en ella que desconcertaba a quienes le conocían. Por momentos era un ser angelical, dulce y alegre; en cambio, en otros, su mirada se convertía en hielo. Sus facciones se endurecían y daba la sensación de tener su cuerpo desprovisto de alma.
Este cambio lo comenzó a notar Sandra con más intensidad en el transcurso del segundo mes de convivencia. Trató de restarle importancia, estaban atravesando un período plagado de exámenes parciales en la facultad, y eso alteraba al más sosegado.
Pero éste sábado de Abril en particular no sería olvidado fácilmente por Sandra...
A las 7,30 sonó su despertador, como todos los días. A las 8,30 tenía clase en la facultad. En cambio, Marcela acostumbraba a preparar el despertador para que comenzara a sonar a las 7,40. Pensaba que habiendo un solo baño en el departamento, no era lógico que se levantaran las dos al mismo tiempo.
Una vez que se levantó y aseó, Sandra se dirigió a la cocina y comenzó a tostar unos panes para el desayuno. Marcela —que hacia unos minutos se había despertado— ya estaba de pie iniciando la misma rutina que su amiga. El reloj ubicado en un estante de la alacena indicaba las 7,45 de aquella desapacible mañana. Marcela acababa de entrar al baño cuando el estridente sonido del timbre de llamada estremeció de tal forma a Sandra, que casi derrama el contenido de la taza que acababa de llenar. Fijó la vista en el café humeante, luego echó un vistazo al reloj, y ante el segundo timbrazo, se preguntó quien podría ser a esa hora de la mañana. Pero lo que más llamó su atención fue el hecho de tratarse del timbre de llamada de la puerta de entrada al departamento, y no el del portero eléctrico.
Se dio cuenta de que solo tenía puesta una camiseta tipo musculosa que ocultaba deficientemente sus senos y, del ombligo hacia abajo, no había otra prenda más que una diminuta tanga. Corrió hacia su dormitorio y comenzó a buscar en el placard un salto de cama, regalo de su madre que rara vez usaba.
En ese instante salió Marcela del baño y escuchó el tercer llamado —que para ella fue el primero. No había escuchado los otros dos—. Se dirigió al comedor, y sin preguntar quién es, abrió.
El hombre que se encontraba en el pasillo ocupaba todo el campo visual. Era una mole alta, cuadrada y compacta. La cabeza parecía nacerle directamente a continuación de los hombros, era como si la naturaleza hubiera estimado innecesario colocarle un cuello de unión. Poseía una calva total, sus ojos carecían de expresión, lo mismo que su boca, y el mentón cuadrado parecía haber sido forjado en acero. Así lo había imaginado Marcela en sus sueños hacía dos noches. Un sudor frío recorrió todo su cuerpo y por un momento creyó estar soñando todavía, hasta que el gigante le extendió un sobre diciendo: —"Problemas en la estancia".
Su voz sonaba como salida de ultratumba; no obstante, Marcela se apresuró a tomarlo, colocándolo entre sus ropas.
En ese momento apareció Sandra en escena; el titán la miró sin cambiar la expresión de su cara.
—¡Ella no es parte del sueño! —Gritó Marcela en forma enérgica al visitante— ¡No lo olvides! Luego cerró la puerta con tal fuerza que sonó como una explosión en medio del silencio matinal. Sandra —temblando— se acercó a la mirilla y echó un vistazo. El grandote había desaparecido.
—¿Qué sucede?
—¡Decime que no lo viste, Sandra!
—Si, lo vi y te aseguro que no quisiera encontrarme con ese tipo ni en una iglesia.
—¡No puede ser!.. si esto lo soñé anoche...
En ese instante, Marcela se desvaneció.
***
El profesor Cosentino estaba aconsejando al repartidor de diarios diciéndole que se apresurara en entregar los periódicos que le quedaban. Existía una posibilidad de desatarse una tormenta de proporciones. De pronto, se sintió desfallecer. El diariero soltó los periódicos y, con las manos liberadas, sujetó al profesor por la cintura evitando que su cuerpo se precipitara como un peso muerto.
—¿Está bien Doctor? —Le preguntaba el atribulado hombre mientras le daba palmadas en la mejilla con la mano abierta para hacerlo reaccionar—. Poco a poco, el profesor fue recobrándose. Le pidió amablemente al diariero que parara de golperarlo; sus cachetadas le dolían. El hombre le dijo que cuando terminara el recorrido regresaría para ver como se encontraba. Cosentino le agradeció su preocupación aclarándole que había sido solo un mareo sin importancia. Cuando se despidieron, Cosentino cerró la puerta y se sentó en un sillón del living tratando de analizar lo ocurrido. Un gran trueno repercutió en todo el ámbito del departamento haciendo vibrar los vidrios de las ventanas. El ambiente se saturó del característico aroma a ozono. Un instante después comenzó a llover con furiosa intensidad.
El profesor trató de justificar el desvanecimiento echándole todo el peso de la culpa a la baja presión atmosférica que antecede a una tormenta; pero había algo que no lograba comprender: Recordaba claramente que cuando don Francisco (así se llama el repartidor de diarios) trataba de reanimarlo, vino a su mente una nítida imagen de un cíclope portando un mensaje del olimpo. El detalle que parecía no encajar en esta representación, consistía en el ámbito en que se desarrollaba la escena: "un departamento confortablemente amueblado en pleno siglo XX".
"Tantas cátedras sobre mitología me están haciendo perder la cordura" —pensó—. Casi al instante cerró los ojos y se recostó en el sillón, escuchando el repiquetear de las gotas de lluvia sobre el balcón hasta quedarse dormido.
***
La ambulancia llegó a los siete minutos de recibir el llamado de
Sandra. Cuando los paramédicos irrumpieron en el departamento, se encontraron con un cuadro bastante desalentador: Marcela se hallaba recostada sobre la alfombra del living, con una almohada bajo su cabeza, y sin conocimiento.
Luego de un rápido examen, comprobaron que su pulso era casi imperceptible, tenía picos altos de fiebre y, su presión era tan baja, que comprometía seriamente su vida.
Uno de los paramédicos se comunicó con el hospital Fernández y aclaró la situación al médico de guardia.
—¡Traten de estabilizarla y trasládenla rápidamente aquí! —Fue la orden que se escuchó por el handy.
—¡Yo iré con ustedes! —Dijo Sandra; quien ya estaba vestida con un vaquero gastado y una remera blanca con la foto de Eric Clapton estampada en la espalda.
Cuando llegaron al hospital, un equipo de especialistas se hizo cargo de Marcela. Quien se encontraba a cargo del grupo le pidió a Sandra que pasara a una sala contigua y esperara hasta que él regresara a solicitarle alguna información de importancia.
A los pocos minutos aparece el mismo médico en la sala.
—Señorita, tengo que hacerle algunas preguntas —dijo dirigiéndose a Sandra.
—¿Sí?
—¿Qué relación hay entre la paciente y usted?
—Es mi amiga y vivimos juntas.
El médico le entregó un sobre aclarando que lo había encontrado entre las ropas de Marcela. Sandra lo tomó y lo guardó en el bolsillo trasero de su vaquero.
—¿Estuvo tomando algún alcaloide o alcohol en cantidad?
—En ningún momento, doctor, recién nos acabábamos de levantar.
—¿Y la noche anterior?
—¡Tampoco!
—Reláteme lo que ocurrió —dijo mirando el reloj que tenía en su muñeca, como si el tiempo jugara un papel importante en aquella conversación.
—Todo esto es muy extraño y confuso, doctor; no sé como explicar lo sucedido sin que usted me tome por una demente.
—No sabemos qué le pasa a su amiga; no logramos despertarla aún y todos los datos que usted pueda aportar me ayudarán a acertar en el diagnóstico.
Sandra le relató lo ocurrido aquella mañana detalladamente, no estando muy convencida de que eso sirviera para algo. El médico la escuchó atentamente sin interrumpirla en ningún momento, luego anotó algunos garabatos en un papel y se marchó por la misma puerta que entró.
Sandra observó que su reloj indicaba las 8,15 y sospechó que esa inclemente mañana sería la más extraña de su vida. Se asomó al pasillo y se encontró con un movimiento incesante de gente, médicos, enfermeros y pacientes que le recordaron a la calle Lavalle cuando todos los cines terminan sus funciones a la misma hora y una muchedumbre sale formando un gigantesco río humano.
Volvió a su asiento y cuando sus nalgas tomaron contacto con la silla, se percató de la presencia del sobre en su bolsillo trasero. Lo tomó y comenzó a examinarlo. Era de una textura áspera y apergaminada, de color amarillento, no tenía inscripción alguna en el frente, y en el reverso se hallaba un sello estampado en lacre rojo que jamás había visto. El relieve era muy suave, lo que dificultaba su interpretación, pero todo hacía suponer que se trataba de la representación de un rayo. Por un momento sintió deseos de abrirlo, pero su recato pudo más que su curiosidad y desistió de esa idea.
Pasaron dos horas hasta que apareció el médico nuevamente y, dirigiendo su mirada a Sandra, dijo:
—Los exámenes que le hemos realizado a su amiga resultaron negativos. La tomografía computada no revela nada anormal, su pulso se restableció, la fiebre bajó a límites casi normales y la mejor noticia que tengo para darle es que hace aproximadamente diez minutos se despertó. Lo primero que hizo fue preguntar por usted. Si lo desea, puede verla en este momento.
—¿Qué le ocurrió? —Preguntó Sandra en tono de súplica.
—Clínicamente se trató de un estado de shock temporario que se produce a causa de una situación violenta o un susto muy grande. Por lo que usted me contó descarté toda otra consideración clínico-médica y consulté con el jefe de psiquiatría, quien confirmó mi diagnóstico.
—¿Se pondrá bien?
—¡Por supuesto! De hecho ya está restablecida y en una hora más se podrá retirar a su casa.
Hizo un ademán con su mano derecha llevándosela a la frente y dijo en forma socarrona: ¡Ah! ¡Me olvidaba!... En el futuro tomen la precaución de no abrirle la puerta a ningún personaje de sus sueños. Luego se retiró.
"¡Idiota!" —Pensó Sandra.
Cuando entró en la sala, Marcela se encontraba todavía en cama, con su cabellera revuelta, mirando a la paciente que ocupaba el lecho contiguo al suyo, a quien acababan de traer de la sala de operaciones luego de extraerle el apéndice.
—¡Sandra! —Dijo en tono casi eufórico—. ¡No quiero estar más aquí!
—No te preocupes, en una hora te dan el alta.
Marcela, haciendo un ademán para que su amiga se acercara lo más próximo a su cara, le dijo casi susurrando: —tengo miedo de que esto vuelva a ocurrir. No hablo del desmayo, sino de los sueños que se transforman en realidad. No quisiera dormir jamás para no correr el riesgo de soñar nuevamente.
—Marcela... no pienses en eso ahora, más adelante hablaremos; estoy segura de que todo esto solo es una fatal coincidencia. Una broma macabra del destino.
Gustavo Raimondo
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